domingo, 23 de mayo de 2010

UN ENFOQUE DE VIDA

Era la primera vez que Martín pasaba por ese trago. Nunca en su vida había tenido problemas con la justicia. Un hombre afable, de los que pudiera decirse bonachón, grande, con pies amplios que sostenían un cuerpo glorioso. Martín era querido por toda la comunidad. Regentaba una droguería que anteriormente había sido de su padre y del padre de su padre y… del padre de este último. Cien años de antigüedad ni más ni menos y una saga de Martins que aprendían las fórmulas, primero con el entusiasmo de los ojos infantiles para pasar a la curiosidad atrevida del adolescente y culminar con la sabiduría sensata de los expertos drogueros. Claro, que, entre una y otra fase, Los “Martins” solían tener ciertos descuidos que generaban una explosioncita por aquí, un achicharramiento por allá, una queja por algún cabello que, en vez de quedar rubio platino pasó al más puro verde así como…por arte de magia; nada, cosa de poco.
Martín contaba ya 40 años y su padre, la nada desdeñable cantidad de 79. Ahora él, su padre, anclado en los recuerdos que le proporcionaron las dichas de las mezclas, no se separaba de su hijo, aunque éste a veces sintiera la necesidad de trabajar solo. Martín era así. ¿Cómo decirle a su “viejo” que se fuera si se le iluminaban los ojos cada vez que le proponía hacer una fórmula… aunque no fuera para nadie ni sirviera para nada? Así lo tenía entretenido y le daba un sentido a mantener su arcaico negocio de techos altos revestidos con antiguas y sólidas maderas que apenas eran visitadas por los clientes porque ¿quien necesitaba hoy en día una fórmula magistral para hacer un lavado o limpieza de cutis, un crecepelo o un arreglo en casa? Ni la gente tenía tiempo ni ganas de buscar a Martín cuando todo podían encontrarlo a gran escala en las grandes superficies comerciales.
¿Todo? No, todo no. Martín lo sabía y aunque fuera por un solo individuo, eso le bastaba para seguir con su humilde negocio y poder enseñar a su hijo (por supuesto Martín) la importancia de lo que hacía ahora y seguir con la tradición de su familia, aunque todo el mundo le dijera, incluida su mujer, que estaba anticuado ¡Qué más le daba! ¿Acaso hacía mal a nadie? Incluso servía como entretenimiento por su sentido del olfato, ya que era común que estuvieran jugando al tute y entre cante y cante dijera “Hueles a “Jacks” de nuevo Joaquín, ya era hora porque últimamente no salías de el Agua Brava” o “No le eches tanto amoniaco al servicio, que te lo tengo dicho Pepe, que echa "pa" atrás a la gente” (ni siquiera había pasado por el umbral de la puerta del bar). Detectaba con tanta facilidad lo olores que sus amigos habían terminado por hacer una porra cada vez que se juntaban.
Bien, se decía “ya tengo un beneficio de mantener la droguería, mujer”. Cierto que lo comentaba de broma y a veces bajo el efecto de unas cuantas cervezas… Aun así a la mujer se le erizaban los pelos cuando escuchaba tanta frivolidad y recordaba las cuentas, los beneficios diarios de su “querida droguería” “¡Todo el día! Y ¿para qué Martín? Si no fuera ahora por la pensión de tu padre y mi trabajo, ¿de qué viviríamos?” Martín lo sabía, era una realidad, que aunque le molestaba no podía replicar; además su carácter le impedía entrar en discusiones exacerbadas con su mujer y únicamente le recordaba que él se encargaba de todas las cosas domésticas y de que gracias que tenía la droguería en la propia casa, podían llevar a cabo todo esto. Mientras se lo exponía se acercaba sigiloso y cariñosamente por detrás de ella porque sabía que le apaciguaba y le decía al oído “¡Te he preparado unas alubias con almejas, corazón, que no se las salta un gitano… reina mía!”. Su mujer no podía aguantar la sonrisa y es que era cierto que no pisaba su cocina, ni fregaba un suelo de la casa. Su marido era “muy apañao” como solía decir y se orgullecía de él, en comparación con sus compañeros de trabajo y los maridos de sus amigas, pero a veces sentía que no progresaba y le decía “Martín, ¿no quieres más en la vida?” A lo que él contestaba asombrado “¿Más? ¿Qué más puedo querer? Tengo dos hijos maravillosos, una gran mujer, mi padre vive todavía y… mi droguería…”, para luego añadir: “¡Eh!, la única que sobrevive de la ciudad, no lo olvides”.
Nadie podía entender y por supuesto, él no lograba acertarlo, qué hacía en el juzgado nº 2 de lo social. De repente la antesala se llenó de gente que esperaba de manera estoica 3 horas. Martín abuelo, ahí mantuvo el tipo entre cabezada y cabezada; de hecho en una de esas le pilló cuando salió el secretario judicial y preguntó “¿Martín Martines Quevedo?” Martín se acercó lentamente ante la expectación de sus amistades. “El carnet por favor”, le indicó mientras le observaba de arriba abajo. Cuando el señor secretario comprobó el nombre del carnet con el que tenía escrito en la citación, hizo un gesto que sorprendió a Martín “¿pasa algo Sr?” “Pues… su apellido es ¿Martines o Martínez?” “¿Yo siempre me he llamado Martines, ¿por qué?” “No… por nada… espere un momento.”
En esto, el secretario se fue adentro durante unos minutos, mientras el hombre se quedó de pie, con su típico aire impasible, para salir el funcionario
con su mismo estilo neutral y decirle: “Lo siente Sr. Martines, ha habido un error. La citación es para otra persona que tiene los nombres muy parecidos a Vd. Ha habido un error y le han mandado a su casa la citación pero lo he comprobado y es Martínez y no Martines… Así que se puede ir a casa tranquilamente…. A ver el siguiente es…”
Sin esperar a que Martín pudiera dar una respuesta a esta persona, el secretario como un robot comenzó a atender a otra gente. Otro podría haberse quejado o manifestado su malestar por este disgusto pero Martín, acorde con su forma de ser, cogió de la mano a su mujer, despertó a su padre y, a los amigos que habían ido a acompañarle les dijo: “Vámonos a celebrarlo… Es un error”.

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